Con esta meta en el horizonte, desde el INTA Manfredi trabajan en el Proyecto Nacional de Forrajes Conservados cuyos resultados son estimulantes. “Con este sistema se pueden producir 2000 kilos de carne por hectárea, mientras que con otro se llega a 100 o 200 kilos”, afirmó Marcelo De León, coordinador del proyecto. Para vacas lecheras, se pasaría de producir 20 litros de leche por día a 25 o 28.
El secreto para hacer un buen forraje conservado está en la calidad de la materia prima. “Surge de un cultivo de maíz y de sorgo de alta calidad”, dijo De León. Además, la confección del silaje debe ser óptima, por eso debe estar adecuadamente compactado y en ausencia de oxígeno. El costo de cada kilo de esta materia seca es de 12 centavos de dólar.
Este tipo de alimentación que se utilizaba casi exclusivamente en los tambos, cada vez más se está adoptando para la producción de carne. Además, es una solución para las zonas extrapampeanas, con baja producción pastoril.
La alimentación no es la única variable que incide en el aumento de la cantidad y la calidad de la carne. Disminuir el estrés que generan los gritos, el uso de perros, de picanas, el ayuno o los golpes afectan el bienestar animal y provocan una merma en la calidad y en la cantidad de su carne.
Según indicó Mariano Alende, investigador del INTA Colonia Benítez, “hay estudios que estiman que se pueden perder entre uno y doce dólares por animal” sometido a un alto grado de estrés. Cuando el proceso de maduración se altera, la carne puede tornarse oscura, de poca terneza, menos sabrosa y, además, pierde jugo, aroma y tiempo de conservación.
En el INTA de Colonia Benítez estuvieron trabajando durante los últimos cuatro años en el diseño de un predio inteligente para evitar el estrés en el animal.
En ese organismo también apuntan a mejorar la genética para alcanzar mayores niveles de eficiencia al conseguir crías superiores a las corrientemente producidas. En consecuencia, la evaluación objetiva de los reproductores y su posterior selección, es uno de los pilares básicos para alcanzar mayor rendimiento y calidad de carne.
A los estudios habituales de ADN, en 2002, se incorporó el uso de ultrasonido para medir otras características del rendimiento y la calidad de la carne. “Se toman ecografías de ojo de bife, de la grasa intramuscular y el espesor de la grasa de cadera”, contó Horacio Guitou, investigador del Instituto de Genética del INTA Castelar. Otras variables que se tienen en cuenta son el peso al nacer (tiene que ser preferentemente bajo), peso al destete y final (altos). Además, por estudios de ADN se puede determinar el potencial de terneza del animal, una característica muy apreciada en los cortes de exportación.
Para hacer cada vez más eficiente la ganadería de precisión, “se diseñaron collares con GPS para colocárselos al animal y que transmita a una computadora los lugares por donde se va desplazando”, contó Martín Irurueta, Instituto de Tecnología de Alimentos del INTA.
De esa manera se determina su comportamiento reproductivo, las zonas preferidas de pastoreo y la zona geográfica de desplazamiento de los animales. “Así podemos conocer cuál es el toro que sirve más vacas, por ejemplo”, contó Irurueta. Otro beneficio que identificó fue “la vigilancia epidemiológica”, ya que frente al brote de alguna enfermedad “se puede conocer qué animal estuvo con el portador”, comentó.
Además de favorecer a la rentabilidad, aumentar la productividad por animal también favorece el cuidado del medio ambiente. El sector ganadero produce el 30% de los gases de efecto invernadero del país. El gas metano que libera el animal es altamente contaminante. “Si tengo una vaca que da 12 litros de leche por día y otra que da 24, la primera contamina el doble que la segunda, porque no me rinde lo mismo”, explicó Guillermo Berra, del Instituto de Patobiología del INTA.
Fuente: La Nación, Suplemento Campo, 6 de marzo.
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