Desde entonces, cada otoño esta ciudad centenaria de veinte mil habitantes convoca a visitantes de todas las regiones, que concurren de a miles para vivir distintos entretenimientos camperos y para degustar el asado criollo de los fogones dispuestos en casi todos los barrios de la ciudad, en buena parte del recorrido de la Avenida Emilio Solanet, que es también la calle en torno de la cual suceden gran parte de los festejos celebratorios.
En las primeras ediciones los fogones regalaban el asado que se distribuía generosamente a quien lo solicitara al pie de la mesa de corte, pero la fiesta no pudo escapar a las cuestiones económicas del país y aquella práctica, que no era otra cosa que la muestra de la tradicional hospitalidad rural, fue adecuándose a los tiempos de vacas flacas.
En todos estos años, el pueblo de entonces y la ciudad de hoy, se declara en Estado de Yerra y cada uno a su manera vive con hondo sentimiento tradicionalista -una virtud que la comunidad no ha relegado- lo que ellos mismos llaman “la fiesta”. Es justamente la yerra, la función con la que Ayacucho rinde homenaje a la población rural que tanto tuvo que ver en la formación de un partido surcado por las vías muertas del ferrocarril que iba hacia Tandil.
Las estaciones de Langueyú, Solanet, La Constancia, Cangallo, Fair y San Ignacio recuerdan aquel lejano paso del tren. Algunas evocan toponimias preexistentes al actual partido y la presencia de familias pioneras en los albores de su creación.
Este año, tanto el concurso de tropillas, los juegos de sogas y emprendados como el desfile mismo, sirvieron para mostrar las que son, quizá, las mejores piezas del acervo campero, más el atalaje de un grupo de carruajes que habitualmente se hallan en exposición -junto a muchas piezas antiguas- en el Museo Histórico, situado a metros de la vieja estación ferroviaria, en los galpones de la Barraca Lausen.
Por el escenario del festival, denominado “patio de tierra”, han desfilado los principales artistas de la música popular. Además, en él se congregan jóvenes artistas para concursar en el Certamen Nacional de Música Folklórica. Asimismo, por la Chacra Municipal Juan Manuel de Rosas, donde se realizan los espectáculos camperos, pasaron los más afamados jinetes y pialadores, y una gran variedad de tripollas entabladas de diversos pelajes.
En cuestiones superlativas Ayacucho (en lengua quichua “rincón de los muertos”) se alega unas cuantas superioridades. Es el partido que menciona José Hernández en su obra Martín Fierro; el que produce más terneros, y donde actualmente se halla la majada de pedigree de raza Lincoln más numerosa del mundo: la cabaña La Reforma, de Salvador Zeberio, con mil vientres.
Gato y Mancha.
Pero para completar la trilogía de ganado tradicional en la provincia, Ayacucho también tiene algo relacionado con los caballos pues en la estancia El Cardal están enterradas las osamentas de los caballos más célebres de la historia argentina como lo fueron Gato y Mancha, y las cenizas de su jinete, el suizo Aimé Tschiffely. Los tres emprendieron un viaje desde la Argentina y hasta los Estados Unidos el 23 de abril 1925. La odisea demoró casi tres años, cargados de peripecias y aventuras por todo tipo de geografías y climas en su marcha por las tres Américas.
Emilio Solanet, veterinario y dueño de la estancia El Cardal, se había propuesto recuperar la raza Criolla y en su empeño encontró algunas manadas en el sur patagónico que se hallaban en estado casi puro. Compró un buen lote dentro del cual venían dos potros viejos, uno overo y otro gateado que cuando se inició el viaje tenían alrededor de quince años de edad. Solanet le facilitó los caballos a Tschiffely, un maestro radicado en la Argentina que con su epopeya hizo célebre la raza Criolla.
Por Horacio Ortiz
Para LA NACION
Fuente: La Nación, Suplemento Campo, 30 de abril.
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