El gobierno quiso garantizar la mesa de los argentinos, y elevó a la carne vacuna a la categoría de un derecho adquirido. El ex presidente Néstor Kirchner fue bien explícito cuando disparó «yo les voy a dar la carne que los ganaderos les niegan». Su entonces ministro de Economía Roberto Lavagna, más preocupado por la escapada de los índices inflacionarios, cuadruplicó los derechos de exportación y eliminó los reintegros. Una manera de frenar los embarques y volcar más carne al mercado interno.
Al reducirse la presencia de los exportadores, los precios del ganado encontraron un techo. Felisa Miceli sucedió a Lavagna -quien había ensayado la misma alquimia para los lácteos, dejándolos fuera de combate- y fue sorprendida por el propio Kirchner, quien la citó para contarle que había decidido suspender, lisa y llanamente, los embarques de carne.
Para rematar el cerrojo, el secretario de Comercio Guillermo Moreno apretaba a los compradores con sus sonadas irrupciones en el Mercado de Liniers, las listas de precios «sugeridos» y amenazas.
Campeaba la idea de que era posible desacoplar los precios internos de los internacionales, para evitar que algunos (los productores del campo) se beneficiaran mientras la mayoría (los consumidores) se perjudicaban. La quimera populista, la célebre tentación del bien de Francesco Di Castri, terminó donde debía. La carne vacuna es un negocio de «segundo piso». Es, a pesar de la imagen bucólica de las vaquitas pastando en nuestras inmensas praderas, un producto de transformación de insumos básicos (pasturas y granos) en proteína animal. Como introdujo Víctor Trucco en un alarde de precisión, las vacas no hacen fotosíntesis, sino que necesitan de las plantas.
Y las plantas necesitan superficie. Cuando los precios de los granos empezaron a subir, por la mayor demanda mundial motorizada por la transición dietética global hacia proteínas animales, y la irrupción del nuevo mercado de la agroenergía, la carne también subió en el mundo. Porque los precios tienden a los costos. A mayor precio del insumo básico, el grano, mayor precio de la carne, el cerdo, el pollo.
Al evitar que esta realidad se trasladase al mercado local, lo que se provocó fue un creciente desinterés por la ganadería. Se desató (mejor dicho, se provocó) una intensa liquidación de stocks. La sequía hizo lo suyo, pero en condiciones normales no hubiera tenido tanta incidencia porque la relación de precios entre forrajes y carne hubiera permitido mantener la actividad.
Hace pocos días, la presidenta se ufanó del récord de exportaciones de carne vacuna en el 2009, cuando también el consumo doméstico estuvo en niveles altísimos. No sabía que esto no era sustentable. Simplemente, era el fruto de la dilapidación del stock. A diferencia de una fábrica de tornillos, que cuando se acumulan existencias puede parar los tornos e incluso venderlos, en la ganadería cuando sobra carne, se liquidan los vientres, lo que significa coyunturalmente más carne en el mercado. Así, se retroalimenta la espiral descendente y, por la ley física, se acelera la caída.
Pero como dijo una vez Charly García, todo tiene un límite. Se acabó. La cuestión era aguantar, pero no es para todos la bota de potro. La taba se dio vuelta y quienes pudieron mantenerse en actividad, sienten que la ganadería, el negocio del pasado esplendoroso y el eterno futuro, puede valer la pena. Es una apuesta a mediano plazo, y el mediano plazo está a la vuelta de la esquina. La realidad siempre se subleva.
Fuente: Héctor Huergo, Clarín Rural, 30 de enero.
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